mayo 12, 2011

Fire and ice


Todos estaban perfectamente acomodados en sus asientos. Quizás fuese la única incapaz de buscar el recoveco perfecto para mis posaderas; no paraba de moverme, algo en mi interior no me dejaba respirar calmadamente.
Sentí la picadura de algún animalejo, quizás del desierto, una araña, un escorpión, algo que dolía incluso después.

Ahí estaba él. Caminaba difícilmente, con sendas esposas en muñecas y tobillos, ataviado con un triste mono gris que había conseguido masacrar hasta la luz de sus ojos, aquella a la que me aferraba cuando conseguía apagar los días en los que me convertía en su saco de arena. Todos lo miraban con asco, incluso la jueza; yo aún no me había decidido por la expresión adecuada.

Cuando pasó junto a mí, creí ver su mirada atravesándome, suplicándome que lo sacara de allí, lo subiera a mi coche y recorriéramos el país entero sin rumbo fijo, a lo Thelma y Louise, con música country y unas latas vacías en el salpicadero. Mas no fue más que mi imaginación. No me miró, no me saludó, no me sintió. Mantuvo su atención en el pasillo que debía recorrer; a mí, a mí me olvidó por completo hacía mucho más tiempo de lo que yo quería imaginar.

Se sentó frente al juez, y ahí fue cuando conecté con él, con su pasado. Recordé el azul de sus ojos, el dorado de su pelo. Recordé sus carcajadas en mitad de la calle, resonando estruendosamente en los corazones de los viandantes. Recordé cómo me pedía que le sujetara la mano cuando las cosas no iban bien del todo. Cómo se abrazaba a mí cuando se sentía más pequeño de lo que su edad atestiguaba. Cómo me cogía de las manos y me obligaba a bailar aunque no quisiera, y cómo acababa consiguiendo que me marcara unos pasos. Recordé su respiración lenta y pausada, tranquila, cuando dormía apaciblemente sobre mi regazo en aquel jardín donde solíamos beber cerveza y fumar.

Y de repente comprendí que aquella persona estaba enterrada en su interior, muchísimo más allá de donde mi mano podía alcanzar. Hiciera lo que hiciera, dijera lo que dijera, no podría volver a tocar su alma de aquella manera. Él había matado a aquel hombre del que me enamoré. ¿La razón? No, no es tan sencillo... No hay una razón que satisfaga mis ansias de recuperar lo que teníamos.

Cerré los ojos y vi mi mano atravesándole el pecho, arrancándole el corazón; le grité: "tan sólo quería esto, ¡que volviese a latir como antes!".

Al abrir los ojos, él me miraba, y volví a sentir la picadura de aquel ser.

-De usted depende, señorita- dijo la jueza.

La miré, a ella, a la jueza, después a él.

"¿Cómo tocar tu alma? ¿Cómo? ¿Te estoy confundiendo con "El Adecuado"? ¿Eres tú, o no?"

Me levanté lentamente, primero mirándola a ella, después mirando a mis pies, evitando la mirada del hombre al que tenía que culpar de tantísimos crímenes. Una vez en pie, me tambaleé, y sentí un dolor agudo en las costillas; acaba de abrirse una de las numerosas heridas que me bañaban el cuerpo.
Caminé lentamente hacia la puerta. Podía oír las voces de la jueza ordenándome que volviera. Sentía la miríada de miradas de los allí presentes, inquietos por mi comportamiento fuera de lugar. Todos estaban sorprendidos por lo que estaba haciendo.

Todos. Todos, menos él. Él sabía perfectamente lo que estaba haciendo. De algún modo, aquella era mi forma de aceptar lo que había pasado, todo lo que me había hecho. De aceptar lo que ocurrió entre nosotros. De, definitivamente, enterrar el amor que, un día, unió a una mujer perdida con un chiquillo desamparado.

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