Cierra los ojos y extiende sus brazos.
Toca la hierba, acaricia cada una de las delgadas ramitas verdosas con las yemas de sus dedos.
Y no abre los ojos, no quiere, se niega. El tacto es todo lo que precisa para admirar el mundo que la rodea.
Cierra los ojos y oye el gorjeo del río, que humedece la tierra cercana a la par que sus pies, que caminan descalzos hundiéndose levemente a cada paso.
Sonríe, al menos en aquel lugar su corazón está en paz.
Es su última esperanza.
Renuncia a pensar en cualquier persona, en cualquier corazón más allá de las lindes de su pequeño paraíso.
Renuncia a pronunciar cualquier palabra que pueda estropear la delicadeza del sonido emitido por natura, no quiere asustarla, ahuyentarla y perderla para siempre.
Piensa en mariposas que siente revolotear cerca de su cara, regalándole besos en las mejillas, en la frente y en los labios.
Piensa en música, y comienza la orquesta a interpretar su pieza.
No hay límites, no hay barreras, no existe nada que pueda atemorizarla, nada que pueda amedrentarla o hacerla llorar.
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