enero 07, 2012

Estaba aterrada, así que me escurrí entre sus bracitos hechos de nubes rosas, con sus cabellos dorados rozándome las mejillas. Parecíamos un Picasso, tal era la impresión causada por una mujer adulta entre los brazos de un crío.

Sentía un miedo profundo, de esos que te hielan el cuerpo dejándolo a la interperie del mundo.

-¿Por qué tienes miedo?- me preguntó con preocupación.

Saqué mi cabeza de entre mis brazos y lo miré con asombro.

-No lo sé. A veces tenemos miedo y no sabemos por qué.
-Eso no tiene sentido. Si no sabes de qué tienes miedo, puedes decir que es de la oscuridad o de los fantasmas; pero no tener miedo de nada es como no tenerlo.

Pensé durante unos segundos. Metí mi cabeza entre mis brazos de nuevo, entre sus brazos, sobre su regazo.

-Quizás tenga miedo de la oscuridad- se oyó mi voz amortiguada por tanto bulto.



El viento nos mecía mientras flotábamos. Más abajo se extendía ya nuestro destino, aquel pueblecito inundado en una miríada de luces que calentaban las casas moteadas de nieve. Más allá, en las montañas, los osos dormitaban en sus cuevas esperando a una época que, por desgracia, jamás llegaría.

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